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Una se podría llamar Úrsula. Vieja gorda que conserva el luto de su finado Ifigenio, el boticario de los frascos de porcelana con letras azules y vivos dorados. La otra ha resultado ser la prima de la amiga de la infancia de alguien que Úrsula ha olvidado. Pamela, se podría llamar, ha de tener cinco años menos que los que aparenta. O más, pero justo cinco. Úrsula es mayor en edad, en carnes y en altura, que Pamela, la de joven bella, según unos versos que fueron recitados al rasgueo de una vieja guitarra junto a un hogar de piedra y dos vasos con vino. Todas las almas tienen secretos y recuerdos escondidos. Es lo que más les forma el carácter y las arrugas de la cara. En cambio Úrsula aun tiene el lustre de la porcelana en las mejillas, venas azules en los tobillos y una renta mensual en la ventanilla del banco. Cocina Pamela y lava los platos tanto como los pisos, los vidrios y la ropa de ambas. Úrsula es enferma de una enfermedad que ningún médico de pueblo ha podido diagnosticar pero que se alivia con los específicos masajes que ha enseñado a Pamela. Hasta ríe a veces cuando se alivia y agradece con un beso a su compañera.

Pamela planea matar a Úrsula. No tiene ningún motivo, desde ya, pero… ¿es necesario tener motivo par matar a alguien? Para matar a quien le ha dejado sin motivos a no ser el de matarle.

Noche a noche Pamela finge estar dormida hasta lograr que la morsa sin fingir se duerma. Planea, se imagina… Las primeras veces fantaseaba con la cuchilla grande de la cocina pero pronto advirtió que mancharía su ropa con sangre y perdería la prometida herencia. Después se puso a leer en la biblioteca de Ifigenio sobre venenos rápidos e indoloros dentro de lo posible. Encontró uno cuya fórmula estaba toda subrayada. Los síntomas primeros pasaban perfectamente por una crisis de hipo antes de ponerse todo el cuerpo de una tonalidad grisácea. ¡Ni que le estuvieran contando la muerte de Ifigenio!